Narcoterrorismo en America Latina politica crimen organizado el desafio de la seguridad regional

Publicado: 05 de Septiembre  de 2025

Narcoterrorismo en América Latina: política, crimen organizado y el desafío de la seguridad regional

 El concepto de narcoterrorismo tiene raíces profundas en América Latina. Fue acuñado en la década de 1980 y popularizado en 1983 por el entonces presidente peruano Fernando Belaúnde Terry, quien lo empleó para describir los ataques de Sendero Luminoso contra funcionarios antidrogas en Perú.

 

En Colombia, el término cobró fuerza a finales de los años noventa, cuando fue incorporado en la doctrina militar y se convirtió en una de las bases del Plan Colombia (2000). Allí se definió como una amenaza híbrida, representada por las guerrillas de las FARC y el ELN, así como por los grupos mal llamados Paramilitares, que recurrieron al narcotráfico para financiar actividades armadas, fortalecer su capacidad terrorista y desafiar al Estado mediante el control territorial.


En un inicio, el concepto generó controversia. Muchos académicos lo consideraban más una construcción política y mediática que una categoría analítica rigurosa, utilizada para justificar medidas de excepción y ampliar la cooperación militar en la lucha antidrogas. No obstante, los hechos pronto impusieron la práctica sobre el debate teórico.

 

El impacto del 11 de septiembre y la globalización del término

 

Los atentados del 11 de septiembre de 2001 marcaron un punto de inflexión. Tras los ataques en Nueva York y Washington, el gobierno de Estados Unidos amplió el espectro de la “guerra contra el terrorismo” y autorizó un mayor apoyo a Colombia en su lucha contra los grupos armados financiados por el narcotráfico. De esta forma, lo que inicialmente era un término regional pasó a integrarse en la narrativa global de seguridad y contraterrorismo.

 

Dos décadas después, la realidad muestra que el debate continúa, pero la práctica se ha impuesto: varios Estados han llegado a la conclusión de que los carteles y organizaciones criminales que utilizan tácticas terroristas para expandir su poder solo pueden ser enfrentados con la plena capacidad militar del Estado, además de herramientas judiciales y de inteligencia. Países como Ecuador y México, que hoy sufren una violencia ligada al crimen organizado con alto impacto político y social, han adoptado esta perspectiva.

 

En Estados Unidos, el gobierno del presidente Donald Trump designó como organizaciones terroristas extranjeras a varios carteles y grupos criminales: el Cártel de Sinaloa, el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), el Cártel del Noreste, la Nueva Familia Michoacana, el Cártel del Golfo, Carteles Unidos, así como organizaciones trasnacionales como la Mara Salvatrucha (MS-13), el Tren de Aragua y, más recientemente, Los Choneros y Los Lobos en Ecuador. No sería extraño que, en el corto plazo, esta lista se ampliara para incluir al Primer Comando Capital (PCC) y al Comando Vermelho en Brasil.

 

Todos estos grupos comparten rasgos comunes: una capacidad significativa de desestabilización regional, control territorial y político, poder de fuego superior al de muchas fuerzas policiales, y un modelo de financiamiento basado en gran parte por el narcotráfico. Esta combinación de crimen organizado y violencia política confirma que el narcoterrorismo sigue siendo un desafío vigente y en expansión, que trasciende las fronteras nacionales y exige respuestas integrales que combinen seguridad, inteligencia, justicia y cooperación internacional.

 

El narcoterrorismo como economía
criminal diversificada


Los gobiernos con orientación progresista han tendido a abordar el narcotráfico principalmente como un problema social. Sin embargo, este enfoque es insuficiente, pues pasa por alto que el narcotráfico constituye una de las principales fuentes de financiación de la criminalidad organizada. Las acciones terroristas asociadas a estos grupos no son incidentales, sino parte de una estrategia: asegurar el control territorial mediante la intimidación y la manipulación de la población.

 

Este modelo no solo garantiza ingresos constantes a los grupos narcoterroristas, sino que además les permite captar apoyo social en las comunidades donde deliquen. Lo consiguen ofreciendo beneficios económicos inmediatos a ciertos sectores, mientras imponen un régimen de terror para acallar a quienes se resisten.


Reducir este fenómeno únicamente a una cuestión social ignora un factor clave:

 

 

un colaborador del narcotráfico puede percibir cinco o más salarios mínimos mensuales por sus actividades ilícitas, una cifra que el Estado difícilmente puede igualar mediante empleos legales o prácticas como la sustitución de cultivos (¿qué compañía puede pagar 5 salarios mínimos por recoger cacao o plátano, como si lo hace el narcotráfico por recoger las hojas de la mata de coca?).

 

Esta asimetría económica explica gran parte de la capacidad de reclutamiento y retención de estas organizaciones.

 

Otro error frecuente es creer que la solución pasa por la legalización de las drogas. Esta idea refleja ingenuidad y un desconocimiento profundo del fenómeno criminal. Las organizaciones no dependen exclusivamente de la producción, transporte y comercialización de estupefacientes. Su estructura, métodos de coerción y control territorial les permiten diversificar sus ingresos en múltiples negocios ilícitos: minería ilegal, migración irregular, contrabando, extorsión, tráfico de armas, explotación sexual, robo de combustibles y blanqueo de capitales, entre otros.

 

El narcoterrorismo, en consecuencia, debe entenderse como una economía criminal diversificada, capaz de adaptarse y expandirse más allá del narcotráfico tradicional.

Cualquier estrategia seria para enfrentarlo requiere reconocer esta complejidad y emplear todas las capacidades del Estado —militares, judiciales, económicas y sociales— de forma coordinada y sostenida.

Lecciones de Colombia y expansión regional

En Colombia se pudo apreciar que este enfoque permitió debilitar los agentes generadores de violencia, desarrollando las capacidades del Estado, evolucionando su Doctrina a las Operaciones Conjuntas Interagenciales, con resultados  incuestionables, desmovilización de los Grupos de Autodefensa Unidas de Colombia AUC en el 2006, reducción de los secuestros de 3715 en el 2000 a 98 en el 2014, el ELN redujo su número de efectivos de 4130 en 2002 a 1480 un 64% en el 2014 y una reducción del 67% (20766  a 6672) de los efectivos de las FARC en este mismo periodo de tiempo que los llevo a la firma de la PAZ.

 

En consecuencia, la única forma efectiva de contrarrestar el avance de los Grupos Armados Organizados, es mediante el uso integral del poder del Estado. Esto implica no solo acciones sociales, sino también una desarticulación decidida de la estructura criminal y una desestimulación total de esta modalidad delictiva como opción económica para las comunidades.

 

Un ejemplo concreto de esta afirmación se observa en Colombia. En 2014, el 83% de los municipios del país estaba libre de presencia criminal. Sin embargo, un cambio de estrategia inspirado en una visión progresista debilitó las políticas de seguridad previamente implementadas. Hoy en día, esa cifra se ha invertido: cerca del 73% de los municipios colombianos presentan algún grado de actividad criminal.

Este fenómeno no es exclusivo de Colombia. En Ecuador ocurrió algo similar: el crimen organizado transnacional, utilizando tácticas terroristas, ha logrado controlar aproximadamente la mitad del territorio nacional. Lo preocupante es que ya no se trata únicamente de narcotráfico. Estas organizaciones han diversificado sus fuentes de ingreso con actividades como la minería ilegal —que en muchos casos iguala o incluso supera las ganancias del narcotráfico—, además de la extorsión, el secuestro, la trata de personas y otros delitos.

 

La situación se repite en otros países de la región como México, Honduras, Guatemala y, en su momento, El Salvador, que vieron deteriorarse sus condiciones de seguridad bajo el accionar de estos grupos. Incluso Brasil y Chile han sufrido los efectos de políticas que, al adoptar un enfoque progresista, debilitaron los presupuestos y la capacidad operativa de las fuerzas armadas y de policía. Estas administraciones asumieron que un enfoque social podría atacar las raíces de la violencia, sin reconocer que el problema es principalmente un círculo vicioso criminal que se nutre del dinero fácil y corrompe las bases sociales, erosionando principios y valores.

 

Cuando los grupos criminales logran controlar territorios, el Estado pierde capacidad de influencia y es suplantado por estas organizaciones. Tal como lo resumió la famosa frase de Pablo Escobar —“plata o plomo”—, las comunidades son sometidas por la intimidación o seducidas por las ganancias económicas.

 

Es hora de replantear la estrategia. La seguridad requiere medidas firmes: enfrentar la amenaza criminal con todo el poder del Estado, desarticular sus estructuras y, de manera paralela, emprender una transformación cultural a largo plazo. Esto implica reforzar desde el sistema educativo valores, principios y una visión de desarrollo basada en alternativas legales de riqueza. Solo con la combinación de una respuesta contundente en seguridad y un proceso sostenido de educación y cultura ciudadana será posible devolver la paz y la seguridad que hoy parecen lejanas.


Una oportunidad de Oro

 

La coyuntura actual, en la que el gobierno de Estados Unidos respalda un enfoque firme contra los grupos narcoterroristas que más afectan a nuestra región, representa una oportunidad única. El acceso a inteligencia de alta sofisticación y al poder militar de la mayor potencia mundial debe llevarnos a la reflexión de que los Estados latinoamericanos necesitamos avanzar en acuerdos de cooperación militar para enfrentar este fenómeno de manera conjunta.

Varios países de la región —Bolivia, Perú, Ecuador y Colombia, entre otros— sufren los impactos más graves de la producción y comercialización del narcotráfico. Un plan regional de seguridad, coordinado con el apoyo de Estados Unidos, permitiría acciones simultáneas y sostenidas que generen victorias rápidas y contundentes, tal como ocurrió en Colombia durante el periodo en que se aplicó una política de seguridad integral contra el narcotráfico.

 

 

En el caso de Colombia, el desafío inmediato está marcado por las elecciones del próximo año. El futuro de la seguridad dependerá en gran medida de que el país opte por un modelo de gobierno comprometido con soluciones firmes. Esto exige un liderazgo altamente preparado: con conocimiento en materia de seguridad y economía, con habilidad diplomática y con capacidad para hacer funcionar de manera eficiente al Estado. Sin estas condiciones, será difícil revertir la crisis de seguridad que atraviesan los colombianos.

Ecuador, por su parte, con un gobierno de orientación conservadora en sus primeros pasos, debe consolidar rápidamente acuerdos con Estados Unidos. El acceso a consultores y expertos con experiencia internacional, junto con la adaptación de marcos legales y doctrinas militares, será clave para enfrentar con eficacia a las organizaciones narcoterroristas.

 

Es importante entender que las metodologías de estos grupos criminales han evolucionado. Sus acciones terroristas son cada vez más sofisticadas, y su capacidad de manipulación de amplios sectores sociales busca neutralizar la acción del Estado. Esto obliga a innovar en doctrina militar, estrategias tácticas y respaldo legal. La realidad es que muchas comunidades no actúan solo por necesidad económica: han sido seducidas por el poder financiero del narcotráfico y colaboran de manera activa o complaciente con estos grupos. 

 

En este contexto, el poder legislativo tiene una responsabilidad fundamental: dotar a las fuerzas armadas y de policía de un marco legal robusto que les permita actuar con contundencia. Ya no hay espacio para la ambigüedad ni para respuestas a medias. El Estado requiere instrumentos legales y operativos claros para enfrentar de forma directa a las organizaciones narcoterroristas, recuperar el control territorial y garantizar la seguridad de sus ciudadanos.

Fernando Tapias – CEO Zehirut 

Zehirut 2025

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4 comentarios en “Narcoterrorismo en América Latina: política, crimen organizado y el desafío de la seguridad regional”

  1. Un artículo muy bien estructurado, que expone la problemática de un terrorismo fortalecido por el Narcotrafico, amenaza hemisférica que pone en riesgo la estabilidad democrática de los estados

  2. Mario Germán Arana Salazar

    Me parece muy bueno y completo el artículo. Logra mostrar que el narcoterrorismo en América Latina no es solo un problema de drogas o de violencia armada, sino un fenómeno complejo que mezcla economía ilegal, control territorial, política y seguridad internacional. La lectura que plantea es muy clara. Si los Estados no actúan de manera integral, con fuerza legítima, cooperación internacional inteligente, fortalecimiento institucional y también con inversión social y cultural, el crimen organizado seguirá adaptándose y expandiéndose. Además recuerda que no basta con golpes militares ni con programas sociales aislados, sino que la verdadera estrategia debe ser sostenida, balanceada y blindada frente a la debilidad política para que los avances no se pierdan.

  3. Fernando cordial saludo, me gustó y mucho el enfoque que le das a tu artículo, es una radiografía de cómo el narcoterrorismo avanza en América Latina, sembrando miedo y comprando lealtades con dinero fácil.
    No es solo droga: es minería ilegal, trata, armas y extorsión.
    La lección de Colombia es clara: ¡solo un Estado fuerte, unido y decidido puede devolver la paz a nuestras naciones!
    FELICITACIONES y no dejes de compartirme tu pluma.

  4. Buen abordaje de la problemática.
    Sin duda es un problema bastante complejo y que amerita mayor participación de diferentes actores del estado.
    De nada sirven los cuerpos legales si no hay quien los haga cumplir, si no hay quien los quiera cumplir, si hay una sociedad que no entiende que más allá que un interés propio, es un interés colectivo, el interés de nuestros hijos!

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